La rebelión de Antonio Rivero, el gaucho entrerriano en Malvinas

Fue el líder y protagonista del alzamiento ocurrido en Puerto Soledad en 1833, ocho meses después de la ocupación británica de las islas. Una historia poco conocida de heroísmo, patriotismo y libertad.

La rebelión de Antonio Rivero, el gaucho entrerriano en Malvinas

Curiosamente ―o no tanto―, la historiografía oficial se ha encargado sistemáticamente de hacernos conocer casi al detalle vida y obra de algunos personajes de nuestra historia así como de invisibilizar a otros (y otras) que por diferentes razones no se consideraron adecuadas para integrar la nómina de “notables” nacionales. 

Esa inadecuación a la galería de patriotas tiene como factor común ―entre otras tantas― la carencia de datos filiatorios (como para empezar a ocultar desde el principio) y la escasa documentación que respalde cada una de las acciones en las cuales intervinieron ya sea como líderes o como partícipes trascendentales, y que, de un modo u otro, pudieron gravitar sobre el curso de los acontecimientos que marcaron el rumbo de nuestra historia nacional. De muchos de ellos se desconoce no sólo las circunstancias sino (y no pocas veces) la fecha, el lugar y las circunstancias de su muerte. Todo ello, inevitablemente, hace que las interpretaciones sobre sus vidas, acciones y motivaciones lleven un notorio sesgo más cercano a la especulación política e ideológica que al análisis de documentos respaldatorios.

¿Quién fue el “Gaucho Rivero”?

La Academia Nacional de la Historia no duda en afirmar que, lejos de ser un patriota, Antonio Rivero fue un simple asesino. Alguien que porque sí nomás, mató en las lejanas islas Malvinas un 27 de mayo de 1833 a cinco personas: al administrador del exgobernador argentino en las islas Luis Vernet, al inglés Mateo Brisbane, al despensero Guillermo Dickson, a Juan Simón, capataz y “gobernador” interino, al escribiente argentino de Brisbane Ventura Pazos, y al colono alemán Antonio Wagner.

Después de estos “inexplicables asesinatos” y posterior saqueo, este gaucho iletrado fue atrapado por los ingleses que se habían hecho cargo de las islas, lo llevaron a Inglaterra junto sus secuaces; no los juzgaron ni los colgaron como se hubieran merecido sino que lo repatriaron hasta que Rivero murió peleando, dicen, en el combate de la Vuelta de Obligado. Fin de la historia. Relatado así, no solo suena falso sino hasta canalla. Pero, como mencionamos antes, ante la escasa evidencia, las especulaciones están a la orden del día, más aún si se omiten o alteran hechos que pueden parecer nimios pero que de ningún modo lo son si quiere hacerse una lectura menos tendenciosa que la de algunos sectores. 

Antonio “El Gaucho” Rivero habría nacido en 1807 o 1808, según algunos en Concepción de Uruguay, otros no se atreven a asegurarlo ni a desmentirlo y por eso se lo menciona sólo como entrerriano. Nada se conoce de él hasta que viaja junto al comerciante alemán nacionalizado argentino Luis Vernet a la Isla Soledad, la más grande las dos islas Malvinas, quien había sido designado por el gobernador de Buenos Aires Martín Rodríguez para estar a cargo de la Comandancia política y militar de la Isla Soledad. Rivero, naturalmente, no iba sino en condición de peón junto a otros gauchos y unos indios que se presumen podrían haber sido charrúas. Esta comandancia no era otra cosa que un establecimiento ganadero, no una fortificación militar por lo que era más esperable tener peones que soldados. Tanto es así que lo que allí se construyó fue una curtiembre y un saladero.

En 1832, Vernet regresa a Buenos Aires. Para ese entonces, el gobernador de Buenos Aires era Juan Manuel de Rosas y designa en lugar de éste al sargento mayor Esteban Francisco Mestivier como “gobernador interino” (así lo nombra la historiografía pero no podía ocupar dicho cargo ya que no se trataba de una gobernación sino de una Comandancia, es decir, no existía la gobernación). Mestivier y su esposa se manejaron como verdaderos patrones de estancia llevando el maltrato a los peones a límites inhumanos provocando que, para noviembre de ese mismo año, la peonada se sublevara harta de tanto ultraje y lo matara. La guarnición quedó acéfala. 

El 2 de enero de 1833, por orden del jefe de la estación naval británica en América del Sur con sede en Río de Janeiro, sir Thomas Baker, ancló en Malvinas la corbeta inglesa Clío, al mando del capitán John James Onslow y se apropió de ella con el solo acto de izar la bandera inglesa. Hay quienes refieren que la goleta argentina Sarandí, a cargo del coronel José María Pinedo, fue atacada y sometida por Oslow pero la documentación habla más bien de una rendición incondicional antes que de un combate. Antes de regresar a Buenos Aires, Pinedo dejó como “jefe militar y político” de la isla a quien fuera el capataz de Vernet, Juan Simón. Oslow se limitó a saquear la isla, dejar “formalmente” la misma bajo el poder de Su Majestad Británica y encargar al posadero Dickson que izara la bandera inglesa cada vez que se aproximara un barco a la isla. Algunos meses después, en mayo más precisamente, la peonada quiso saber si seguiría cobrando o no. Porque trabajar, se seguía trabajando bajo la tutela de Simón. Este les prometió que en cinco meses más se les pagaría. Pasado ese tiempo, se les quiso pagar con vales sin valor firmados por Vernet. Naturalmente, la respuesta de la peonada ante esa vergonzosa propuesta, propio de la época y las circunstancias, no fue otra cosa que una matanza. Rivero, junto a dos gauchos más y cinco indios, ajusticiaron a los explotadores y permanecieron a la espera de alguna respuesta de Buenos Aires. Respuesta que nunca llegó. Al regresar la fragata en enero de 1834, los persiguió y detuvo como criminales a Rivero y el resto de los compañeros; fueron llevados a Inglaterra en donde se consideró más adecuado, un año después, devolverlos a América que condenarlos. Si en ese momento izaron la bandera argentina o no, imposible saberlo. Si puede ese acto ser considerado una reconquista territorial o un grito de natural rebeldía ante un engaño sólo pueden decirlo quienes no tienen voz ni testimonio escrito. Sólo el gélido viento y el tormentoso mar austral saben qué ocurrió entonces y qué buscaban esos hombres abandonados por una patria que aún no se constituía como tal. Menos tan lejos de Buenos Aires.

Nuevamente, el gaucho Rivero se pierde en el tiempo y el espacio. Nada se sabe de él ni de quienes trabajaron a destajo y por nada en las heladas tierras del sur. Ni siquiera se sabe a ciencia cierta si los dejaron en Brasil o en Montevideo luego de estar prisioneros. 

El gaucho Rivero, como tantos otros gauchos, trabajó, peleó y murió por defender su derecho a ser reconocido como persona, como habitante de este suelo que consideraba suyo, derecho a trabajar y recibir un salario digno, habitar su tierra y criar sus animales sin que ningún extranjero viniera a tratarlo como súbdito o esclavo. La rebeldía de Rivero es la de Fierro, que no pretendió ser héroe sino libre. Libre en un tiempo en que la palabra libertad era tan peligrosa como esquiva. Y así, como cada caudillo y sus gauchos pelearon por su derecho a ser libres, Rivero hizo lo propio en el sur, en las Malvinas, tan nuestras como la Salta de Güemes o la Entre Ríos de Artigas y de Urquiza. No quisieron ser héroes, quisieron ser libres. Apenas eso.